DON ANÁHUAC: México y sus partidos: entre la promesa democrática y el fracaso sistemático

Por Don Anáhuac
Epígrafe:
“En México, la democracia es el pretexto y los partidos, la coartada.”
A lo largo de dos siglos, los partidos políticos en México no han sido
agentes de la democracia, sino sus principales usurpadores. Lejos de
fortalecer la representación ciudadana, han perfeccionado un sistema de
simulación política donde la voluntad popular es una mercancía y el
poder, un botín de facciones.
Desde el siglo XIX, México padeció facciones disfrazadas de partidos.
Liberales y conservadores no eran proyectos de nación: eran franquicias
de intereses privados, usurpadores del discurso patriótico para
justificar guerras civiles, dictaduras y la perpetua inestabilidad.
El Porfiriato, con su barniz de modernidad, sólo consolidó el monopolio
de la oligarquía sobre la nación. Las elecciones fueron una liturgia
vacía. La ley, un ornamento. El partido político, una anécdota.
La Revolución, lejos de democratizar el poder, produjo un sistema aún
más perfeccionado de control: el partido único, primero bajo el PNR,
luego bajo el PRM y finalmente bajo el PRI, instauró una dictadura de
simulación democrática.
Fraudes electorales, represión selectiva, manipulación de masas, control
corporativo del campesinado y los trabajadores: todo bajo la máscara de
una República constitucional.
Cuando finalmente se abrió la puerta a la competencia electoral —tras la
crisis del 68, la presión social y las reformas electorales de los 90—
lo que emergió no fue una democracia vibrante, sino un mercado de
siglas, pactos de impunidad y alternancias vacías.
La transición de 2000 fue una ilusión óptica: Vicente Fox ganó la
Presidencia, pero el sistema de corrupción y clientelismo sobrevivió
intacto. Los partidos opositores, en lugar de renovar la vida pública,
se adaptaron al viejo juego, confirmando que en México se puede cambiar
de inquilino en el Palacio Nacional sin desalojar las inercias del
poder.
La gran esperanza de 2018, encarnada en Andrés Manuel López Obrador y
MORENA, también terminó traicionando sus promesas. El "cambio verdadero"
se convirtió en una reedición tropical del viejo presidencialismo,
agravado por el mesianismo político, la militarización de la vida
pública y la colonización de los órganos autónomos.
La elección presidencial de 2024 marcó un nuevo punto de inflexión.
Claudia Sheinbaum ganó con una mayoría aplastante y un mandato histórico
como la primera mujer en la Presidencia. Pero el escenario que heredó y
profundizó fue el mismo: concentración de poder, sumisión legislativa,
desprecio por la crítica, clientelismo disfrazado de programas sociales,
y una democracia sometida a la voluntad presidencial.
Hoy, México no tiene un sistema de partidos: tiene agencias de poder
atrapadas en la lógica de la supervivencia a toda costa.
MORENA gobierna con mayoría artificial y prácticas autoritarias.
PRI, PAN y PRD, amalgamados en alianzas contra natura, son cadáveres
políticos que sólo respiran por inercia burocrática.
Movimiento Ciudadano no escapa a la tentación del oportunismo electoral.
Los partidos no representan ideas ni principios: representan intereses,
cuotas, privilegios y pactos inconfesables. Han reducido la democracia a
un espectáculo sexenal, donde el ciudadano es invitado a votar, pero
nunca a decidir.
México llega a su tercer siglo republicano atrapado en una paradoja
insoportable: poseemos todas las formas de una democracia, pero
carecemos de su esencia. Hay urnas, pero no auténtica representación.
Hay partidos, pero no hay propuestas. Hay elecciones, pero no hay
esperanza.
La violencia política, la captura del Estado por intereses criminales,
la corrupción estructural y la impunidad permanente han convertido al
sistema político mexicano en un edificio en ruinas decorado con banderas
patrióticas.
Hoy, más que nunca, queda claro: en México, la democracia no ha sido
construida desde los partidos, sino a pesar de ellos.
La nación sigue esperando, con dolorosa paciencia, un verdadero acto de
emancipación ciudadana que rescate la política de la ignominia.
Hasta entonces, los partidos seguirán siendo los carceleros de la
voluntad popular y la historia, una promesa incumplida.